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Año 2017 - Nº 2           Comité Editorial

COMITÉ EDITORIAL

Directora: Dra. Inés de la Parra

Comité Editorial Nacional:

  • Dra. Bailez, Marcela
  • Dr. Berner, Enrique
  • Dra. Cortelezzi, Marta
  • Dra. Fleider, Laura
  • Dra. Lewitan, Graciela
  • Dra. López Kaufman, Carlota
  • Prof. Dr. Méndez Ribas, José M
  • Dra. Ortíz, Graciela
  • Dr. Zuccardi, Luís

Comité Editorial Internacional:

Uruguay:

  • Dr. Pons, Enrique
  • Dra. Lima, Silva
  • Dra. Martinez, Inés

Comité Editorial Internacional Brasil:

  • Dra. Herter, Lilian
  • Dra. Ruzani, Maria Elena. (U. de Rio de Janeiro)

Comité Editorial Internacional EE.UU.:

  • Dr. Tomas Silber
  • Dra. Matilde Maddaleno. (OPS)
    

Coordinadoras:
Dra. Andrea Di Fresco
Dra. María Alejandra Martínez

Comité Editorial Internacional Colombia:

  • Dr. Salazar, Germán
  • Dra. Maria Luz Mejía Gomez (UNFPA)

Comité Editorial Internacional Chile:

  • Dr. Ramiro, Molina
  • Dr. Jorge Sandoval

Comité Editorial Internacional Italia:

  • Dra. Vicenza Bruni
  • Dra. Mettella Dei

Comité Editorial Internacional Suiza:

  • Dr. Paúl Bloem (OMS)

Colaboradoras:

  • Dra. María Laura Lovisolo
  • Dra. Clara Di Nunzio
  • Dra. Mariela Orti
  • Dra. María Zabalza

El presente número de la revista, fue dedicado a la JORNADA INAUGURAL 2017: DE DIVERSIDAD SEXUAL EN NIÑEZ Y ADOLESCENCIA; actividad conjunta de SAGIJ, Programa de Salud Sexual Integral de la Adolescencia y Programa de Salud Sexual y Procreación Responsable del Ministerio de Salud de la Nación. Dicha actividad se llevó a cabo en la Sociedad Científica Argentina, sito en Av. Santá Fé 1145. El contenido de dichos resúmenes son propiedad exclusiva de cada uno de los autores.

Los niños y la capacidad de autodeterminación. El proceso de toma de decisiones en salud.

Children`s capacity to determine the outcome during the health care decision-making process.

Dra. María Susana Ciruzzi*

La decisión médica es un proceso multilateral, compartido, discutido, dinámico, en el cual participan dos actores fundamentales: el equipo de salud y el paciente. Esta interacción entre quien detenta el conocimiento científico y quien es titular del derecho a la vida y a la salud, no está exenta de tensiones ni de reproches, ya que supone un componente en cierta manera “altruista”, el cual está constituido por el reconocimiento médico de que el paciente es quien tiene la última palabra en la toma de decisión, es él quien acepta o no la propuesta médica y ello no implica –per sé- ningún cuestionamiento a la capacidad profesional del galeno; y el paciente debe admitir que es el facultativo aquél que está mejor preparado para ayudarlo y guiarlo en la toma de la decisión más acorde, idónea y correcta para él.

Sin embargo, es en el campo de la Pediatría donde esta relación se complica aún más. El paciente ya no es aquella persona jurídicamente capaz, a quien se le reconoce sin ningún tipo de cortapisas su autonomía en la toma de decisiones. Estamos frente a un ser vulnerable, muchas veces inmaduro y la relación médico/paciente ya no es de a dos, sino que asume un rol preponderante la actuación de un tercero, a la sazón sus padres y/o representante legal o adulto de confianza a su cuidado. Vista de esta manera, la toma de decisiones médicas produce una tensión permanente entre el paternalismo médico más acentuado aún en este caso por tratarse de niños que, casi naturalmente, predispone a los adultos a conducirse en pos de su “protección” y “cuidado” y aún con prescindencia de sus opiniones, la autonomía del paciente pediátrico –situación que, en la mayoría de los casos, presenta serias resistencias a su aceptación- y el ejercicio de la patria potestad de los padres, que supone el conjunto de derechos y obligaciones tendientes a la protección, atención y desarrollo de sus hijos, lo cual implica adoptar decisiones, de diversa índole, en su nombre1.

En este punto, debe tenerse en cuenta que la competencia o incompetencia consistente en la posibilidad de decidir por sí mismo someterse a un tratamiento por parte del enfermo luego de una información clara y precisa brindada por el profesional médico acerca del diagnóstico, pronóstico, tratamiento aconsejado, alternativas posibles, riesgos y beneficios esperados, debe mirarse en forma especialísima, pues no se trata de la capacidad legal para realizar actos jurídicos, sino de la posibilidad de expresión de su voluntad, previa comprensión del acto médico y de sus consecuencias sobre la vida y la salud, de la facultad de comparar las ventajas alternativas, además de la posibilidad para sobreponerse al miedo, a la angustia y al nerviosismo que conlleva una situación de esta índole. Todo este entramado hace que el conflicto se encuentre latente en todo momento: por un lado, cómo articular la autonomía del paciente frente al paternalismo médico, entendido como aquella situación en la cual el profesional –por el saber que le es propio- se encuentra en mejor posición de evaluar cuál es el tratamiento más adecuado para ese paciente en particular; por el otro, la dicotomía que se presenta en cuanto al paciente menor de edad: se trata de alguien que se encuentra inhibido de tomar sus propias decisiones o por el contrario es un sujeto con plena competencia bioética cuyas opiniones deben prevalecer aún frente al equipo de salud y a sus padres; finalmente, el rol que asumen los padres en la relación médico/paciente y las facultades que los mismos pueden ejercer en representación de sus hijos2.

Adelanto que, desde la perspectiva que propongo, la relación asistencial en Pediatría supone la búsqueda de consensos mínimos que permitan articular el saber médico, los derechos y deberes de los padres y el respeto a la dignidad del niño. En este sentido, padres, adultos y médicos son vistos como “amplificadores de la voz del niño”, lo cual supone –en principio- ser los mejores voceros de sus intereses.

La competencia bioética es un concepto que pertenece al área del ejercicio de los derechos personalísimos y supone detentar la capacidad necesaria para hacer efectivo el derecho a la salud y a la vida, tomando por sí mismo las decisiones que hacen a su cuidado y asistencia. No se alcanza en un momento determinado sino que se va formando, va evolucionando con el paso del tiempo y la adquisición paulatina de la madurez. Bajo esta expresión, se analiza si el sujeto puede o no entender acabadamente aquello que se le dice, cuáles son los alcances de su comprensión, si puede comunicarse y razonar sobre las alternativas que se le presentan, si tiene valores para poder emitir un juicio.

La ley presume que todo mayor de edad es civilmente capaz y bioéticamente competente. Por debajo de la mayoría de edad, estas presunciones se invierten. Sin embargo, debe tenerse en cuenta, por un lado, que justamente se trata sólo de presunciones: las mismas pueden verse desvirtuadas por la realidad que se presenta al tratar al paciente en cuestión; por otro lado, la evaluación que debe realizarse para determinar la competencia bioética no resulta tan estricta como aquélla que debe emplearse a los fines de determinar la capacidad civil3.

En resumen, la noción de consentimiento informado está unida a la noción de discernimiento y, consecuentemente, al de competencia: se trata de un “estado psicológico empírico en que puede afirmarse que la decisión que toma un sujeto es expresión real de su propia identidad individual, esto es, de su autonomía moral personal”4.

La naturaleza jurídica del consentimiento informado es ser un acto lícito unilateral de la voluntad; en cuanto a su naturaleza asistencial, refiere al proceso de diálogo y ponderación que se realiza en el marco de la relación médica y que permite consensuar las medidas terapéuticas que mejor representen el interés del paciente en su singularidad. Es por ello que el consentimiento informado es uno de los elementos básicos de una buena relación clínica5.

La toma de decisiones en Pediatría es entonces un proceso que se desenvuelve entre tres actores fundamentales: médico, paciente y familia, y supone un interacción fluida, constante y confiada entre estos participantes, a través de la cual se pueda consensuar la aplicación de una determinada terapéutica que mejor respete los valores, creencias e intereses del paciente, por un lado, y a su vez ampare al profesional que detenta el conocimiento técnico imprescindible a los fines de la mejor asistencia del enfermo, y donde los adultos juegan un rol imprescindible de contención, acompañamiento y guía. Su documentación es un acto posterior, que culmina el proceso señalado, y que puede tanto instrumentarse en un formulario ad hoc como en la propia historia clínica.

Empero, este proceso de toma de decisiones ha recibido un giro copernicano, desde el momento en que los niños han dejado de ser “objeto de cuidado”, pasando a ser reconocidos como “sujetos de derechos”, cambio que comenzó con la incorporación de la Convención sobre los Derechos del Niño al plexo constitucional y que ha continuado sin pausa y de manera sostenida hasta la actualidad.

El caso más emblemático, antecedente fundamental, ha sido “Gillick”, en Gran Bretaña. Las primeras normas específicas del mundo anglosajón nacieron para evitar la contradicción existente entre las normas generales y la legislación penal, ya que el Código Penal condenaba toda relación sexual con una niña menor de 16 años, y se comenzó a plantear el problema de la distribución de anticonceptivos a personas que no habían llegado a la mayoría de edad. Como corolario, el Ministerio de Salud inglés emitió una resolución sobre el uso de preservativos por parte de menores que no habían alcanzado los 16 años, instando a los médicos a proveerlos cuando eran requeridos agregando que –en lo posible- debía solicitarse el consentimiento de los padres. En esas circunstancias, la Sra. Victoria Gillick, madre de 5 niñas, pretendía que las autoridades locales le asegurasen que sus hijas no recibirían anticonceptivos sin su aprobación; como la Administración no contestó su requerimiento, entabló una demanda judicial, argumentando que la entrega de anticonceptivos a menores que no habían cumplido 16 años era contraria a la Sexual Offences Act de 1956 y que, además, interfería con sus derechos derivados del ejercicio de la patria potestad. La Corte de los Lores, por tres votos a dos, rechazó su petición. Declaró que un médico que prescribe anticonceptivos a una menor de 16 años no comete delito, siempre que haya actuado de buena fe y en el mejor interés de su paciente6.

La consecuencia más inmediata y trascendental de esta sentencia fue determinar que la capacidad médica se alcanza a los 16 años; si la persona aún no llegó a esa edad, se aplica la hoy llamada Gillick Competence, por la cual un menor resulta ser competente si ha alcanzado suficiente aptitud para comprender e inteligencia para expresar su voluntad respecto al tratamiento específicamente propuesto. Si no es Gillick Competent o no alcanzó la edad de 16 años, el consentimiento debe ser dado por quien tenga responsabilidad paterna. Se considera que tiene tal responsabilidad quien detenta los derechos, deberes, poderes o autoridad que la ley da al padre sobre los bienes de sus hijos. Puede ocurrir que los padres no se encuentren, pero sea necesaria una intervención de urgencia, en cuyo caso se estima suficiente la autorización dada por quien tiene un poder de hecho (por ej: el vecino o la maestra que se encontraba en ese momento a cargo o al cuidado del niño). En tales casos se maneja la noción de tratamiento razonable. En los supuestos de urgencia, cuando no resulta posible requerir el consentimiento de ninguno de los mencionados, la regla de la jurisprudencia inglesa es que “el médico puede actuar en una emergencia si cree que ese tratamiento es vital para la supervivencia o la salud del niño”7.

Más allá de la recepción de esta doctrina por el derecho comparado (EEUU, España, Holanda, entre otros), queremos citar por su importancia en la formación médica la opinión de la Academia Americana de Pediatría8 que ha dictaminado que existe una responsabilidad compartida entre los médicos y los padres de tomar decisiones en nombre de pacientes muy pequeños teniendo en cuenta su mejor interés, y establece que “los padres y los médicos no deben excluir a los niños y adolescentes del proceso de toma de decisiones sin razones de peso que lo justifiquen”. Inclusive, destaca que una vez que se haya tomado la decisión subrogada, el equipo de salud deberá explicar cuidadosamente al niño, con la asistencia de sus padres, qué es lo que le va a suceder. Añade que no existe una línea clara y contundente que trace, a una edad en particular, el límite entre la habilidad para participar o manifestar opiniones personales en el niño. Para ello establece una serie de parámetros o pautas que deben seguirse a los fines de poder determinar cuál es el mejor interés del niño:

  • el daño potencial que puede derivarse al niño de hacer algo que no quiere hacer (por ejemplo: frustración, desconfianza en el médico o en sus padres);
  • el daño potencial y los beneficios para el niño de tener en cuenta las variadas opciones que se presentan desde la perspectiva del menor de edad, así como también las distintas perspectivas del equipo de salud y de los padres y familia;
  • el daño potencial y los beneficios que pueden originarse para los miembros de la familia u otras personas a las cuales el niño se encuentra relacionado afectivamente9.

Es así que un menor de edad puede ser competente en mayor o menor medida, atendiendo a su desarrollo psíquico y emocional, en otras palabras, de acuerdo con su grado de madurez en la situación concreta.

No debe olvidarse que tanto la edad como la capacidad mental son cuestiones de grado: una persona puede tener aptitud para decidir sobre ciertas cuestiones y no sobre otras, ya que no siempre es necesario el mismo grado de comprensión y argumentación10.

Nuevamente destacamos que la norma constitucional de referencia fundamental en el tema es el art. 19 que consagra el principio de autonomía jurídica y protege la esfera de privacidad de la persona, su autodeterminación, en las acciones que Bidart Campos denomina como “autorreferentes”, en la medida que no afectan la moral pública ni los derechos legítimos de terceros. Conforme nuestra Constitución, todos los habitantes –con prescindencia de su edad- son titulares de este derecho, que la doctrina anglosajona nombra bellamente como the right to be let alone.

Cuando hablamos de niños, principio rector es el “mejor interés” del mismo (CDN art. 3), y se considera que ese interés primordial consiste en “salvaguardar la dignidad del menor en tanto persona”11. Asimismo, existen determinadas pautas que nos pueden permitir circunscribir este concepto. No debe perderse de vista que siempre nos estamos refiriendo a una situación puntual: es ése niño, en esas particulares circunstancias, con esa determinada experiencia de vida. Su mejor interés refiere a un momento y situación en especial que no sólo puede modificarse con el transcurso del tiempo en ese mismo niño sino que no resulta automáticamente aplicable a otros casos similares. Deberán, además, ponderarse los siguientes parámetros: grado de desarrollo, madurez y comprensión; naturaleza de la enfermedad diagnosticada y su gravedad; características del tratamiento médico o de la intervención médica aconsejada (si se trata de métodos invasivos, de terapias corrientes o experimentales); en el caso en particular sopesar riesgos posibles y beneficios esperados; la posible evolución favorable o no del paciente; opciones al tratamiento propuesto.

Tal es el criterio aconsejado ya que no debemos perder de vista que nos estamos expresando sobre decisiones personalísimas del individuo, referidas a derechos inalienables por lo que, en principio, nadie mejor que la misma persona afectada para tomar la decisión más conveniente, fundamentada en una información clara, detallada, precisa y sencilla brindada por el profesional actuante.

Nuestro derecho positivo, paulatinamente, fue haciéndose eco de estos principios, incorporándolos en normativas específicas12.

De esta manera, el Nuevo Código Civil y Comercial le ha brindado definitivamente estatus jurídico a la doctrina del menor maduro o de la autonomía progresiva, manteniendo la mayoría de edad a los 18 años, e introduciendo la categoría de adolescente, entre los 13 y 18 años, utilizando como parámetro el concepto de edad y madurez suficiente, y estableciendo la capacidad médica plena (en consonancia con el concepto Gillick Competence) a los 16 años. Entre los 13 y 16 años diferencia dos situaciones: a) tratamientos no invasivos ni que comprometan su estado de salud o no importen riesgo grave en su vida o integridad: el consentimiento puede ser prestado por el propio adolescente. b) tratamientos invasivos o que comprometan su estado de salud o con riesgo grave en su vida o integridad: el consentimiento será prestado por el adolescente con asistencia de sus progenitores.

Tres son las cuestiones fundamentales que quiero destacar, en el marco de esta propuesta que celebro. La primera de ellas, es remarcar que aún sigue vigente la excepcionalidad de la capacidad del niño, ya que continúa vigente el paradigma por el cual el menor –por principio- ejerce sus derechos a través de sus representantes legales. Teniendo en cuenta que el Código Civil aprobado establece que la capacidad es la regla, siendo la incapacidad la excepción, tal vez debería haberse reconocido tal principio también en el caso de los niños. La segunda cuestión está relacionada con el establecimiento de categorías etarias. Si bien ésta es una de las posibilidades de regular la autonomía progresiva, considero que hubiera sido más apropiado hablar de presunciones, de márgenes de edad flexibles, a la hora de reconocer autonomía a los niños. La enfermedad, en particular las dolencias crónicas y/o limitantes de la vida, hacen madurar mucho más rápidamente al niño. Es que, conforme mi experiencia en el ámbito asistencial con pacientes pediátricos, la rigidez en los parámetros etarios complica y desdibuja el proceso de toma de decisiones. Muchas veces, deviene en una aplicación automática y acrítica de la ley, sin tener en cuenta las especificidades del caso individual. Finalmente, la tercera observación se centra en los conceptos de tratamientos (no) invasivos, proponiendo la expresión gravedad de la decisión, conforme la evaluación del balance riesgo/beneficio y el principio de ponderación, como la más adecuada, precisa y real en el ámbito asistencial. Esto quiere decir que cuanto más grave sea la decisión, en otras palabras, cuanto más repercusión y afectación tenga la decisión en el propio proyecto personal de vida del paciente y en el ejercicio pleno de sus derechos, mayor será el nivel de competencia que debe exigirse a la persona que la toma. A tal fin, debemos analizar las cargas y beneficios de la indicación médica en relación con el objetivo terapéutico propuesto (curar, paliar, acompañar o brindar confort). En términos aristotélicos, recuérdese que el acto virtuoso es aquél que se halla en un justo medio entre dos extremos: uno por exceso y el otro por defecto. Toda conducta terapéutica aconsejada que escape o violente este “justo medio”, ya sea por imponer un encarnizamiento terapéutico (exceso), ya por faltar a la implementación del tratamiento adecuado (defecto) debe ser rechazada de plano13.

Este último concepto fue finalmente aclarado por la Resolución N° 65/15 del Ministerio de Salud de la Nación, por la cual se establecieron los siguientes principios de interpretación:

  1. Toda interpretación relacionada con el alcance de la autonomía progresiva de un niño debe realizarse en consonancia con el principio pro homine, es decir se deberá dar preeminencia a aquella interpretación que más derechos reconozca al niño.
  2. Dentro del concepto de progenitores se abarca no solamente a los padres del niño sino a todo aquel adulto que ejerza el cuidado del niño, aunque fuera de forma circunstancial y temporaria.
  3. El concepto de invasividad de los tratamientos asientan sobre la gravedad de la decisión, en relación con la evidencia científica de riesgo para la salud, vida o integridad del niño.
  4. A los 16 años se adquiere la mayoría de edad para todas las prácticas relacionadas con el cuidado de la salud.
  5. La anticoncepción no se considera práctica invasiva conforme el concepto señalado precedentemente.
  6. A los fines del ejercicio del derecho a la modificación de la identidad de género, la edad de plena capacidad se adquiere a los 16 años, y entre los 13 y 16 años el niño podrá dar su consentimiento para intervenciones que no pongan en riesgo grave la salud, la vida e la integridad.

Palabras Clave: autodeterminación, decisión médica, paciente pediátrico, capacidad civil, capacidad médica, derechos del niño

*Abogada (UBA), Posgraduada en Derecho Penal (UBA), Diplomada en Bioética (FLACSO), Especialista en Bioética (FLACSO), Doctora de la Universidad de Buenos Aires, Área Derecho Penal. Docente de grado, posgrado y doctorado (UBA). Miembro del Comité de Ética del Hospital de Pediatría SAMIC Prof. Dr. Juan P. Garrahan. Responsable Académica de las Áreas de Bioética y de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes del Observatorio de Salud, Facultad de Derecho (UBA). Investigadora del Instituto Luis Ambrosio Gioja, Facultad de Derecho (UBA). Investigadora del Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico, Brasil. Vocal Titular Primera de la Asociación Argentina de Bioética. Directora de tesis de Doctorado y Maestría, UBA. Docente invitada en universidades nacionales y extranjeras. Autora de libros, artículos y comentarios en cuestiones penales, médico-legales y bioéticas. Miembro de distintas sociedades, instituciones y academias científicas jurídicas, médicas y bioéticas. Pos doctoranda en Derecho, con la investigación “La criminalización de la Medicina al final de la vida: una mirada crítica, una propuesta superadora”, Facultad de Derecho (UBA).

Referencias

  1. Ciruzzi M.S. “La Autonomía del paciente pediátrico: ¿mito, utopía o realidad?”. Ed. Cathedra Jurídica. Buenos Aires, 2010.
  2. Ciruzzi M.S. op.cit.
  3. Ciruzzi M.S. op.cit.
  4. Lorda Pablo S. “La evaluación de la capacidad de los pacientes para tomar decisiones y sus problemas”. En “Estudios de Bioética”, Madrid, Universidad Carlos III-Dykinson, 1997, pág. 120.
  5. Ciruzzi M.S. op.cit.
  6. Downie Andrew. “The doctor and the teenager. Questions of consent”. Family Law, 1997, Vol. 27, pág. 499.
  7. Plomer Aurora.- “Parental consent and children’s medical treatment”. Family Law 1996. Vol. 26, pág. 741.
  8. American Academy of Pediatrics, 1995, pág. 314. En igual sentido se ha expresado la Sociedad Argentina de Pediatría.
  9. Existen diversos estudios en los que se pregunta a niños sobre situaciones médicas hipotéticas y se les plantea la incorporación en la toma de decisiones. En uno de los estudios más amplios, se interroga a un grupo de 120 niños de 8-15 años, pendientes de intervención quirúrgica electiva, sobre a qué edad se consideraban suficientemente mayores para elegir, realizándose la misma pregunta a sus padres. La edad que consideraban los menores (14 años) difería muy poco de la de sus padres (13.9 años). La misma pregunta se realizó a un amplio grupo de niños sanos y sus padres. La edad establecida fue superior al grupo anterior: 15 y 17 años, respectivamente. En el mismo estudio se interrogó a un grupo de médicos sobre a qué edad consideraban que sus pacientes podían tomar una decisión madura respecto a una intervención quirúrgica programada, y la respuesta fue una edad mucho menor que la que consideraban los mismos menores o sus padres, 10.3 años. Cfr. Esquerda Aresté M. – Pifarré Paredero J. – Viñas Salas J. “El menor maduro: madurez cognitiva, psicosocial y autonomía moral”. En“Bioética y Pediatría. Proyectos de Vida Plena”. Manuel de los Reyes López y Marta Sánchez Jacob Editores. Sociedad de Pediatría de Madrid y Castilla – La Mancha. Madrid 2010.
  10. Ciruzzi M.S. op.cit.
  11. Prieur Stephan. “La disposition par l´individu de son corps”. Bordeaux, Ed. Les Etudes Hospitaliérs, 1999, Nº 444.
  12. Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (art.39), Ley 26061 de Protección Integral de los derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (art. 24), Ley 25673 Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, Ley 26743 de Identidad de Género (arts. 5 y 11), Guía del Ministerio de Salud de la Nación para la atención hospitalaria de los abortos no punibles (art. 4), Ley 26529 de Derechos de los Pacientes, entre otras.
  13. Ciruzzi M.S. op.cit

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